Hoy ha sido un día realmente duro.
Uno de esos días en que toda la imponente maquinaria del universo parece haberse confabulado en contra del más mísero de todos sus componentes: yo.
No es, como tal vez muchos piensen, que haya procurado forzar en lo más mínimo los algoritmos de estadísticas y probabilidad casual, aquello que el común de las personas llama equívocamente “mala suerte”. Me considero una persona de criterio amplio, y cosas como el mero azar no existen en mi vocabulario. Todo ocurre en el cosmos como una consecuencia inevitable de causa y efecto.
Estaba pensando esta mañana en esto, cuando me desperté lleno de energías y dispuesto a comenzar el día. La disposición de la cabecera de mi cama hace que el primer pie en plantarse en el suelo sea el izquierdo. Con una sonrisa condescendiente a ridículas supersticiones, intenté con una insólita pirueta cambiar súbitamente la extremidad en cuestión, lo que ocasionó que mi cuerpo realizara un violento giro en el aire similar al que realizaría un bollo de pizza al ser arrojado contra un ventilador. Comencé a pensar en Newton y su inexorable postulado sobre la atracción que la tierra ejerce sobre los objetos, entretanto que mi frágil cuerpo arremetía contra el suelo arrastrando consigo 68 tomos de la Enciclopedia Británica que se hallaba en la biblioteca de la pared, de la que me había asido en un desesperado e inútil intento por preservar mi vida.
Con algunos magullones en mi complexión física y mi orgullo, salí de casa para dar un corto paseo por el parque como era costumbre en mí. La mañana era espléndida e invitaba a la contemplación, por lo que una vez allí me tendí bajo un orgulloso roble embelesado por el breve pero intenso contacto con la naturaleza, aquí representado por el canto armónico de cientos de aves que se hallaban congregadas en lo alto de la copa. ¡Qué gracia, qué poder omnipotente había dotado de vida a tantas y tan variadas criaturas…!
Me sentí por un momento abrumado por la vitalidad de estos seres que, sin preocuparse por reglas y horarios, cumplían con su ciclo de vida mientras parte de su proceso vital comenzaba a manchar sin misericordia mi ropa. Parodiando grotescamente a Rod Taylor en “Los pájaros” de Hitchcock, emprendí una vergonzosa retirada a mi hogar preocupado más por ponerme a resguardo de semejante ataque que por seguir considerando el sentido de la existencia.
Mi ropa había quedado totalmente inservible tras la experiencia en el parque, y en un intento por cambiar mi estado de ánimo decidí tomar un baño reparador.
Cosas de un observador empedernido: mientras el agua corria a gusto por mi cuerpo, noté que no estaba el jabón en su sitio. Recordé con cierta sorna a mi terapeuta, quien insistía en definirme como un paranoico obsesivo por el solo hecho de comprar jabones cuya marca comience con “X”, y totalmente mojado salí de la bañera en pos de uno nuevo. No tardé demasiado en dar con el, pues mi pié izquierdo (paradójico: el mismo con el que comencé la jornada) lo pisó en el momento en que me dirigía a la puerta. Quebrando al menos siete reglas de la física, entre ellas la de la velocidad Warp, recorrí toda la casa en un nanosegundo mientras escenas de mi vida pasaban raudas por mi cabeza como augurando una muerte segura.
La vertiginosa travesía duró poco. La heladera de la cocina, único mueble aún en pie en toda la casa y con masa suficiente como para detenerme, me recibió ansioso como un niño que espera su golosina preferida, y mientras mi rostro se encontraba con la nívea superficie, mi mente, inducida tal vez por las emociones del día y por el pavo congelado de tres kilos que cayó sobre ella, se abandonó a un dulce sopor.
Me desperté atontado y adolorido a las doce de la medianoche. Luego de arreglar al menos en parte mi derruido hogar y de recoger alguna de mis piezas dentales que habían quedado desparramadas alrededor de la heladera como un puñado de tabletas edulcorantes, me puse a cavilar sobre los sucesos del día.
Si bien no cabía duda alguna de que este había sido -si no el peor día de mi vida- el menos apto para comentar en mi trabajo como telefonista del Centro de Asistencia al Suicida, concluí que era infantil pretender achacarle estas vicisitudes a la fatalidad o a la maquinación de algún ente maligno incorpóreo. Las cosas suceden por un motivo y debemos aceptarlo así, por lo que procuraré distraer mi mente del amargo trago de la jornada desempaquetando mi nuevo reproductor de video y viendo alguna película que me levante el ánimo, como “Akira” o “Cocomiel – The Movie”.
Por cierto… ¿alguien sabe dónde puedo conseguir a esta hora un adaptador para el enchufe de la videograbadora?
Uno de esos días en que toda la imponente maquinaria del universo parece haberse confabulado en contra del más mísero de todos sus componentes: yo.
No es, como tal vez muchos piensen, que haya procurado forzar en lo más mínimo los algoritmos de estadísticas y probabilidad casual, aquello que el común de las personas llama equívocamente “mala suerte”. Me considero una persona de criterio amplio, y cosas como el mero azar no existen en mi vocabulario. Todo ocurre en el cosmos como una consecuencia inevitable de causa y efecto.
Estaba pensando esta mañana en esto, cuando me desperté lleno de energías y dispuesto a comenzar el día. La disposición de la cabecera de mi cama hace que el primer pie en plantarse en el suelo sea el izquierdo. Con una sonrisa condescendiente a ridículas supersticiones, intenté con una insólita pirueta cambiar súbitamente la extremidad en cuestión, lo que ocasionó que mi cuerpo realizara un violento giro en el aire similar al que realizaría un bollo de pizza al ser arrojado contra un ventilador. Comencé a pensar en Newton y su inexorable postulado sobre la atracción que la tierra ejerce sobre los objetos, entretanto que mi frágil cuerpo arremetía contra el suelo arrastrando consigo 68 tomos de la Enciclopedia Británica que se hallaba en la biblioteca de la pared, de la que me había asido en un desesperado e inútil intento por preservar mi vida.
Con algunos magullones en mi complexión física y mi orgullo, salí de casa para dar un corto paseo por el parque como era costumbre en mí. La mañana era espléndida e invitaba a la contemplación, por lo que una vez allí me tendí bajo un orgulloso roble embelesado por el breve pero intenso contacto con la naturaleza, aquí representado por el canto armónico de cientos de aves que se hallaban congregadas en lo alto de la copa. ¡Qué gracia, qué poder omnipotente había dotado de vida a tantas y tan variadas criaturas…!
Me sentí por un momento abrumado por la vitalidad de estos seres que, sin preocuparse por reglas y horarios, cumplían con su ciclo de vida mientras parte de su proceso vital comenzaba a manchar sin misericordia mi ropa. Parodiando grotescamente a Rod Taylor en “Los pájaros” de Hitchcock, emprendí una vergonzosa retirada a mi hogar preocupado más por ponerme a resguardo de semejante ataque que por seguir considerando el sentido de la existencia.
Mi ropa había quedado totalmente inservible tras la experiencia en el parque, y en un intento por cambiar mi estado de ánimo decidí tomar un baño reparador.
Cosas de un observador empedernido: mientras el agua corria a gusto por mi cuerpo, noté que no estaba el jabón en su sitio. Recordé con cierta sorna a mi terapeuta, quien insistía en definirme como un paranoico obsesivo por el solo hecho de comprar jabones cuya marca comience con “X”, y totalmente mojado salí de la bañera en pos de uno nuevo. No tardé demasiado en dar con el, pues mi pié izquierdo (paradójico: el mismo con el que comencé la jornada) lo pisó en el momento en que me dirigía a la puerta. Quebrando al menos siete reglas de la física, entre ellas la de la velocidad Warp, recorrí toda la casa en un nanosegundo mientras escenas de mi vida pasaban raudas por mi cabeza como augurando una muerte segura.
La vertiginosa travesía duró poco. La heladera de la cocina, único mueble aún en pie en toda la casa y con masa suficiente como para detenerme, me recibió ansioso como un niño que espera su golosina preferida, y mientras mi rostro se encontraba con la nívea superficie, mi mente, inducida tal vez por las emociones del día y por el pavo congelado de tres kilos que cayó sobre ella, se abandonó a un dulce sopor.
Me desperté atontado y adolorido a las doce de la medianoche. Luego de arreglar al menos en parte mi derruido hogar y de recoger alguna de mis piezas dentales que habían quedado desparramadas alrededor de la heladera como un puñado de tabletas edulcorantes, me puse a cavilar sobre los sucesos del día.
Si bien no cabía duda alguna de que este había sido -si no el peor día de mi vida- el menos apto para comentar en mi trabajo como telefonista del Centro de Asistencia al Suicida, concluí que era infantil pretender achacarle estas vicisitudes a la fatalidad o a la maquinación de algún ente maligno incorpóreo. Las cosas suceden por un motivo y debemos aceptarlo así, por lo que procuraré distraer mi mente del amargo trago de la jornada desempaquetando mi nuevo reproductor de video y viendo alguna película que me levante el ánimo, como “Akira” o “Cocomiel – The Movie”.
Por cierto… ¿alguien sabe dónde puedo conseguir a esta hora un adaptador para el enchufe de la videograbadora?