15.2.06

De estrellas y dragones

Es común ver, en noches cerradas, una curiosa distribución estelar recortada por debajo de la Osa Mayor, en el hemisferio septentrional.
Dicha alineación, conocida antiguamente en Asia como “El dragón y el pescador”, está compuesta por cuatro estrellas principales dispuestas en forma de cuadro que representan a un dragón gestionando un préstamo hipotecario. Completan la constelación 2345 estrellas algo más tenues, fácilmente distinguibles al norte de la formación del dragón, que detallan con claridad las siluetas de un pescador, una barca y un detonador de explosivo plástico.
Es, precisamente, sobre esta constelación, que existe un curioso mito popular que me refiriera cierta vez un viejo pescador que conociera en oportunidad de realizar un viaje a China. El hombre había dilapidado el jornal del día en varios jarros de aguardiente de arroz, y entre los vapores del licor comenzó a balbucear a mí y al resto de los sufridos concurrentes la historia en cuestión, que paso a relatar.

"Cuenta la leyenda que existió en tierra de Tchang Mei un pequeño poblado costero conocido como Tzeng Djou, situado frente al mar del Japón. Vivía en este poblado un joven muchacho llamado Nya-Gahn-Chou, decimoquinto vástago de una aún más numerosa familia de pescadores famoso en la comarca por el arte con que tendía las redes y también por su notable habilidad con la espada. El joven era, no obstante, algo despistado, y ya en varias oportunidades sus compañeros de barca habían tenido que ser hospitalizados por su costumbre de confundir la red con su bô.
Por aquella época, la comarca era asolada a menudo por un enorme dragón, que destruía pueblos y cosechas sin que nadie se atreviera a acabar con él. El mismo Emperador había ofrecido una recompensa de 500 monedas de oro para aquel que diera cuenta del enorme bicho, pero tan solo la imponente figura de éste bastaba para alejar al más valiente de los guerreros.
La noticia de la recompensa pronto llegó a oídos del intrépido Nya-Gahn-Chou, quien, deseoso de destruir al animal y ganarse así los favores del soberano, se apresuró a solicitar una entrevista con él. El joven fue recibido en palacio con todos los honores y el propio monarca se encargó de darle los pormenores del caso y de prometerle fama y fortuna si lograba librar a la comarca del monstruo. Las promesas incentivaron a nuestro muchacho, quien rápidamente se dispuso a enfrentarse con la criatura.
Las pesquisas le condujeron por varios pueblos del interior del país, para finalmente llevarlo a un angosto desfiladero situado en una oscura zona montañosa de Ghar-Khan, que remataba en una siniestra cueva rodeada por huesos dispersos aquí y allá. Nya-Gahn-Chou, que había estudiado concienzudamente los hábitos de los dragones, comenzó a imitar el típico sonido de alegría que emite el dragón cuando recibe giros postales a fin de hacer que se asomara. Esto despertó al gigantesco bicho, el que saliendo de su madriguera lanzó un escalofriante rugido al percatarse del minúsculo ser que se atrevía a desafiarlo.
Repentinamente, el joven detectó algo familiar en la mirada del monstruo. El rigor de su mandíbula y el peculiar rizo de sus bigotes trajeron a la mente del muchacho la imagen de la suegra del emperador, cuyo retrato había visto coronando el salón principal del palacio. Esto, sumado a que las flamas que vomitaba el animal igualaban en potencia con la popularmente conocida halitosis de la anciana, hizo vacilar al joven. Resultaba evidente que la mujer había caído víctima de algún tipo de hechizo que le había dado la apariencia que ahora tenía, y esto significaba una oportunidad sin igual de ser ampliamente compensado por su soberano. No solo habría librado a su país de la amenaza del dragón, sino que además habría rescatado a la mismísima suegra del emperador de un conjuro maligno que, si bien había conseguido suavizar sus abruptos rasgos faciales, cubría a la familia real de deshonor e ignominia.
Vino entonces a su mente un antiguo mantra que aprendiera de pequeño de labios de un sabio anacoreta, el cual podía anular cualquier tipo de encantamiento por poderoso que éste fuera. El muchacho entonó el cántico por cerca de diez minutos, hasta que la bestia, con tal que dejara de cantar, se transformó ante sus ojos en una anciana de espalda y carácter torcido. Nya-Gahn-Chou, loco de contento, condujo a la vieja al palacio dispuesto a recibir la gloria que el emperador le había prometido. Éste, al enterarse de la hazaña del pescador, soltó una imprecación y mandó a sus guardias que apalearan al pobre muchacho y le echaran fuera de la ciudad.
“¡Señor...!”, alcanzó a quejarse el joven mientras dos fornidos soldados le propinaban una terrible golpiza. “¿Así me pagas el haber librado a tu suegra y a tu comarca de la maldición del dragón...?”.
El soberano, con un gesto, detuvo a sus hombres un momento.
“Hace años...”, le dijo gravemente, “...eximí a una vieja bruja del pago de impuestos a condición que me liberara definitiva pero sutilmente de mi suegra. La hechicera me propuso entonces convertirla en dragón y acepté encantado, pues prefiero mil veces luchar contra una bestia antes que soportar sus monsergas.”

Moraleja: “No te metas con suegras o dragones, o las estrellas verás a montones”.

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