15.2.06

El milenario arte del Bonsái

Me considero una persona normal.
Mi vida transcurría plácidamente entre mi trabajo de bibliotecario en un conocido night-club de la ciudad y una enorme cantidad de tiempo libre, que procuraba organizar como podía. Visitaba museos, acudía a cuanta conferencia se llevaba a cabo y pasaba largas horas frente al televisor, atento a programas televisivos de toda índole.

Todo comenzó mientras presenciaba un interesante coloquio sobre “Impresiones y secuelas de la protocultura maorí en la literatura esquimal contemporánea”. Una pequeña desazón, un sentimiento de desasosiego que no era común en mí invadió todo mi ser como el café que se derrama sobre el teclado de una computadora.
Abandoné la disertación discretamente, procurando no despertar a nadie, y comencé a caminar, absorto en las sensaciones que experimentara momentos antes. ¿Acaso una enfermedad hereditaria, dormida por años en el interior de mis genes, hacía eclosión recién ahora? Con excepción de mi bisabuelo, que muriera al ser alcanzado por la esquirla de una bomba atómica detonada por accidente cerca de él durante la segunda Gran Guerra, toda mi familia había disfrutado de una salud de hierro y una longevidad promedio aceptable. No obstante, y consciente de los deberes hacia mi propio cuerpo, tomé una cita con un doctor para esa misma tarde.

Luego de examinarme concienzudamente durante varios minutos, el facultativo señaló gravemente:

-Usted padece un aburrimiento machazo, mi amigo…

El impacto de sus palabras, solo superado por el detalle de sus honorarios, continuó resonando en mis oídos mientras dejaba la consulta. Caminé sin rumbo fijo, mientras una sensación incómoda, cercana a la que experimentara en una oportunidad al celebrar desaforadamente un gol de River habiendo entrado por error a la tribuna de Boca, se apoderó de mí. Si la abultada agenda cultural que desarrollaba habitualmente no lograba distraerme adecuadamente, ¿qué cosa lo haría?
La respuesta llegó mágicamente de la mano de un folleto inserto en una revista especializada en el milenario arte del Bonsái, hobbie al que me entregaba con pasión desde hacía años. El impreso hablaba sobre la industria de la historieta en el Japón y los miles de fanáticos que anualmente consumían este tipo de expresión artística a través de todo el mundo, haciendo particular hincapié en la promesa de un entretenimiento garantizado para todas las edades, incluida la mía.
El tema despertó mi curiosidad, a qué negarlo, y recordando las palabras del doctor recomendándome nuevas alternativas lúdicas para mi vida decidí conectarme con gente relacionada con esta actividad, autodenominados “Otakus”, a fin de empaparme un poco en el tema.

Mi primer encuentro podría clasificarse como intenso, pues duró algo más de dos días y medio. Mis interlocutores, durante todo ese tiempo, hablaron sin parar sobre sus predilecciones en materia de cómics y animación nipona, poniendo ante mí una interminable cantidad de historietas, tarjetas y CDs que parecían surgidas de la nada. Noté que algunos de ellos, inclusive, temblaban emocionados al mencionar sus series predilectas mientras apremiaban sin piedad sus videograbadoras, al punto de intentar poner tres videos al mismo tiempo.
Semejante demostración de fanatismo, mezclada con una secreta impresión de que estaba ante una pasatiempo que me proporcionaría suficiente distracción, me decidió a adquirir algo de material. Títulos hasta entonces desconocidos para mí comenzaron a desfilar por mi biblioteca y mi reproductor de video con una frecuencia inusitada, mientras crecía lentamente un incipiente apasionamiento por las últimas producciones existentes en nuestro mercado. Visité todas las comiquerías de mi ciudad, logrando así adquirir la colección de videos y manga más completa que fanático alguno pudiera soñar. En mi entusiasmo comencé a grabar febrilmente toda serie animada japonesa que se emitiera por la televisión, mientras asistía regularmente a todo tipo de convención sobre animé de que tuviera noticia. En poco tiempo no fue solo cosa de tener una serie, sino además de obtenerla en su idioma original. Tomé entonces clases intensivas de japonés y viajé a Japón a fin de conseguir las últimas producciones del género, mientras le robaba horas a mi descanso para leer manga en su idioma original. Mis desvelos me hicieron llegar a ser reconocido como un eximio especialista en los círculos de manga y animé más conspicuos del globo, siendo consultado a menudo tanto por cultores del tema como por eminencias de la talla de Masamune Shirow y Hayao Miyasaki.

Lamentablemente, semejante ritmo de vida mermó considerablemente mi salud y pronto debí ser hospitalizado con un severo cuadro de desnutrición y estrés. Estuve durante algún tiempo al borde mismo de la muerte y luego de seis meses de rehabilitación los doctores me dieron el alta, no sin antes recomendarme que procurara llevar una vida tranquila, reposada y limitada a actividades simples, como ver televisión, visitar museos y asistir a conferencias culturales, lo que desencadenó el colapso nervioso que me llevó hasta este lugar.
Hoy puedo asegurarles que mi problema de hastío ha desaparecido por completo. Los doctores me previnieron sobre eventuales secuelas del shock nervioso que sufriera, pero nada de eso me preocupa ahora. El lugar donde vivo es silencioso, me limito a observar durante horas un punto fijo en la pared acolchonada y el jefe del pabellón, fanático de Sailor Moon, me trata en forma preferencial y se fija que el chaleco no me apriete demasiado.

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