15.2.06

La maldición del otaku

Sudaba copiosamente.
Estaba en un bar en compañía de mi amigo Juan, con quien me había encontrado en la calle cuando salía de una comiquería. Hacía algún tiempo que no nos veíamos (para ser más exacto, desde que habíamos dejado la salita verde), por lo que decidimos ir a una confitería a tomar algo y contarnos nuestra vida. El comentario de Juan referente a sus andanzas en los últimos treinta años fue conciso y concreto. “Aquí andamos”, me dijo, con un exceso de locuacidad. No había cambiado nada. Lo recuerdo cuando éramos bebes. En vez de llorar cuando tenía hambre, se limitaba a chasquear los dedos y señalar el interior de su boca.
“¿Y vos?”, pareció preguntarme con un gesto con su dedo índice, invitándome a contar mis aventuras. Inmediatamente empecé a hablarle de manga y animé, tema que consume actualmente gran parte de mi tiempo, por no decir todo.
Comencé explicándole cómo había llegado a conocer este arte, qué títulos me gustaban y demás obviedades. Continué, ya en un tono algo más profundo, con la relación de algunos de los argumentos que más me habían impactado. Le hablé de Bubblegum Crisis, Robotech, las obras completas de Kia Asamiya y Rumiko Takahashi, todo generosamente rociado con algunas nociones básicas de cultura japonesa, comenzando desde el período Jômon. Por último, y procurando disimular los espasmos de ansiedad que sacudían mi cuerpo, vacié de un manotazo la mesa en que estabamos y comencé a colocar algunos Model kit de Dragon Ball, cuya serie completa llevaba casualmente en uno de mis bolsillos.
Ya desde chico supe que estaba dotado con una inteligencia fuera de lo común. Cuando en medio de mi fervor nipón comencé a escuchar los ronquidos de Juan por debajo de la mesa, intuí que mi exposición no había despertado su interés. Llamé al mozo, le pedí la cuenta y un balde con agua y me despedí lo más educadamente posible de mi amigo, deseándole las buenas noches. Ya en la calle, procuré disfrutar de algo de tranquilidad vagando por Rivadavia y Acoyte, tratando acaso de buscar una explicación a lo que me había pasado.
En un principio, pensé que mi explicación había sido tediosa. Ya en otras oportunidades las inflexiones y semitonos vocales mal utilizados me habían traído algún que otro problema. Vino a mi mente la ocasión en que traté de explicar Akira a unos pasajeros de la ex línea Sarmiento de trenes, que se encontraban a mi alrededor jugueteando distraídamente con sus cadenas. El entusiasmo que transmití en esa oportunidad no impidió que los sujetos me arrojaran a las vías, mientras el resto de los pasajeros ordenaban al conductor del tren pasar una y otra vez por el mismo lugar.
Entonces... vi la luz. Resultaba evidente que mi mala suerte había dado con personas que no tenían el más mínimo sentido estético, condición sine qua non para apreciar en toda su magnitud el arte del animé. Recordé entonces las palabras de mi padre, hombre culto y escritor consumado, que había ganado varios premios con libros como “De la política y otras sandeces” y “Cervantes: confesiones mano a mano”. Esa noche, nos sentamos frente a sendas copas cargadas con Ajenjo del bueno y le hablé de mis conocimientos y opiniones sobre animación japonesa. Lentamente, desgrané obras como El Puño de la Estrella del Norte y Silent Mobius y le mostré algunos de los mazos de cartas de Slayers que casualmente tenía en uno de mis bolsillos (aunque debo confesar que no conozco ningún juego de naipes en particular). Las lágrimas quebraron mi voz cuando describí el maravilloso argumento de Video Girl Ai.
Cuando finalicé, hecho que coincidió con la mordaza que mi padre ató disimuladamente en mi boca, el buen hombre puso una mano sobre mi hombro, sonriéndome con algo de pícara complicidad y me ordenó desencajado que preparara las valijas y me fuera de su casa, olvidando que ya me había echado hacía diez años atrás y desde entonces no vivía allí.
Me retiré en silencio, con una satisfacción tan infinita como los finales de Shin Seiki Evangelion. Todo estaba claro entonces. No podía esperar que mis congéneres entendieran el por qué de mi lectura de manga hasta altas horas de la madrugada. No podía explicarle a mi esposa que ya había gastado toda la mensualidad en la colección completa de OVAs de El-Hazard 1 y 2. De nada servían mis profundos conocimientos sobre las obras de Naoko Takeuchi y Clamps a la hora de ayudar a mis hijas en sus tareas escolares. Estaba inexorablemente destinado a ser un paria de la sociedad, temido por unos y odiado por otros.
Pero era feliz. Ya era un otaku.

2 comentarios:

Marco dijo...

Excelente descripcion de lo que un otaku siente!

Anónimo dijo...

No sé si será un rasgo otaku pero lamento profundamente que hoy en día los chicos tengan que ver esos horribles e insensatos dibujitos de Nickelodeon, Jetix y esas huevadas... Con un duro esfuerzo logré que mis hermanas menores pudieran apreciar aunque sea un poquito de Sailor Moon y Sakura (lo UNICO que pudieron apreciar y aún así en un nivel muy muy bajo) pues no le puedo pedir peras al olmo, siendo que las animaciones de hoy en día (disculpen mi vulgaridad pero 'me chupa...' que sean "para chicos o para grandes") ya que una buena animación es una buena animación Y PUNTO. Ojalá censuraran estas porquerías que dan ahora y no los animés ¡que son lo mejor! ¡¡Abajo Disney y Cía.!!
Inculquen el animé a sus hijos (el día de mañana) para que crezcan inteligentes y con sentido de la estética ¡así salvamos a las próximas generaciones! Saludos :P